Inicio Noticias La Casa Amarilla: El palacio que no fue
La Casa Amarilla: El palacio que no fue

• La Casa Amarilla edificio neocolonial hispanoamericano, obra de un arquitecto norteamericano

FUENTE: La Nación. Áncora, p. 31
FECHA: 17 de abril de 2010
DIRECCIÓN: http://www.nacion.com/2010-04-18/Ancora/NotaPrincipal/Ancora2335473.aspx
AUTOR: Andrés Fernández | This e-mail address is being protected from spambots. You need JavaScript enabled to view it
Arquitecto, ensayista e investigador de temas culturales.

 

El 25 de julio de 1909, en un artículo aparecido en el diario La Información, la satírica pluma de Fabio Baudrit apuntaba que al Palacio de la Paz –que entonces se construía en Cartago– le faltaba nada menos que el salón para visitas.

Esa circunstancia, decía Baudrit, haría que los magistrados de la Corte Centroamericana de Justicia que ahí tendría su sede, debieran ver a sus invitados –según la inveterada costumbre cartaginesa– por la ventana: “al través de la cortina o visillo”.

No obstante, solo unos meses más tarde, la ironía respecto a la obra que había diseñado el arquitecto costarricense Jaime Carranza acabó en tragedia cuando, junto a toda la ciudad de las brumas, el inmueble aquel quedó en ruinas tras el terremoto del 4 de mayo de 1910.

La Corte y su benefactor. El tribunal aquel había empezado a funcionar allí en 1908, un año después de que los cinco países centroamericanos acordaron constituirlo por medio de un documento suscrito en Washington.

Para construirle una sede adecuada a la Corte, el millonario industrial y filántropo norteamericano Andrew Carnegie (1835-1919) había donado $100.000. No obstante, a punto de ser inaugurado, el edificio corrió la suerte dicha.

Afortunadamente, en noviembre de 1910 y para celebrar su septuagésimo quinto cumpleaños, el mismo benefactor creó el Fondo Carnegie para la Paz Internacional y ofreció una suma similar a la anterior para levantarle otro inmueble a la Corte Centroamericana, pero a condición de que se erigiese en un lugar distinto.

Entonces se acordó construir la nueva sede del tribunal en San José, en un predio ubicado en el todavía incipiente barrio Otoya, hacia el costado norte de la Plaza de la Fábrica. En esta ocasión, y también por “sugerencia” de Carnegie, el diseño y la dirección de las obras estarían a cargo de un arquitecto norteamericano.

Así, una memoria de la Corte, fechada en junio de 1917, consigna la visita:

“del Honorable señor Henry D. Whitfield, arquitecto, [...] quien, el 21 de marzo del año en curso, presentó al Tribunal [...] un mensaje de su ilustre hermano político el Honorable Mr. Andrew Carnegie; y también [...] mostró a los Magistrados los planos bajo los cuales se está levantando el edificio que, una vez más, dona a la Corte el eminente pacifista americano”.

Ciertamente, Whitfield era hermano de Louise Carnegie, esposa del filántropo, lo que lo hacía su cuñado.

De tendencia ecléctica y muy activo en el primer cuarto del siglo XX, su firma en Nueva York, Whitfield & King, trabajó para la Corporación Carnegie y fue responsable del diseño de muchas de las bibliotecas que la Fundación financió en los Estados Unidos y que constituyen lo más destacado de su obra construida.

Restauración nacionalista. De tal modo, como muchas otras edificaciones de carácter político, económico y cultural de la élite josefina de entonces, el nuevo edificio se ubicó en el distrito del Carmen, el de más elevado valor en el uso del suelo desde fines del siglo XIX.

Como toda arquitectura, la suya no escapó tampoco de la influencia de su época.

En 1910, otro terremoto, en este caso político, había sacudido todo el continente americano: la Revolución Mexicana. Esta, junto a otros eventos en Hispanoamérica y a la Gran Guerra europea (desde 1914), tendría fuertes repercusiones estéticas en Costa Rica.

Desde entonces, nuevas posiciones filosóficas y literarias empezaron a reivindicar lo criollo –hispánico o indígena– como lo propio de la América nuestra.

Por supuesto, el arte y la arquitectura no escaparon de ese influjo que dio en llamarse de restauración nacionalista. En Costa Rica tuvo un adalid en el Repertorio Americano, la publicación de alcance continental que dirigía Joaquín García Monge.

Esa actitud estética reaccionaba así frente a lo neoclásico, como expresión de lo europeo por excelencia. No obstante, muy pronto se vio atrapada en la moda historicista que era pues sus modelos formales no solo estaban en México y el Perú, sino que muchas de sus mayores manifestaciones aparecieron en los Estados Unidos. De la Florida a Los Ángeles, aquella fue la estética de los “ricos y famosos” de la época de los locos años veinte.

Por eso –aunque tempranamente, es verdad–, no es casual que Whitfield, tratando de sintonizar con la corriente en boga, utilizara una de las variantes de esa arquitectura neocolonial hispanoamericana –el llamado neobarroco hispánico– para el nuevo encargo de Carnegie.

Sin embargo, pese a lo que pudieron ser sus intenciones, el intento de contextualización –que diríamos hoy– fue más bien criticado aquí.

En 1925, refiriéndose al fenómeno anotado desde las páginas del mismo Repertorio Americano, el historiador Ricardo Fernández Guardia decía:

“La América Española tiene la suerte envidiable de poseer una arquitectura propia, característica, una arquitectura nacional y debemos esforzarnos en conservarla; no copiándola servilmente, como en el caso de la llamada Casa Amarilla, sino inspirándonos en ella, rejuveneciéndola” (Hacia una arquitectura propia).

¿Palacio, castillo o casa? Es que el edificio ubicado en la intersección de la avenida 7 y la calle 11, es de una simetría absoluta y volúmenes puros con cubiertas a dos aguas, solo interrumpidos por la elegante y barroca puerta principal, que se replica apenas en las dos laterales, más sencillas e idénticas entre sí', pero que nada tienen que ver con la poca arquitectura colonial que se conserva en Costa Rica.

Desde el sur, al inmueble lo componen un amplio volumen cuadrangular que alberga un patio central, con corredor “volado” o perimetral, al que interseca otro volumen igualmente cuadrangular, más reducido y de mayor altura para formar un monitor con su techo.

Por último, al norte, un volumen rectangular remata el sencillo conjunto, que la English Construction Company edificó por contrato.

Una vez terminado en 1918, y como su desaparecido antecesor, fue llamado Palacio de la Paz Centroamericana, aunque también se lo conoció por Palacio Carnegie, Castillo Amarillo o Casa Amarilla, denominación esta última que preva-leció por el tradicional color de sus muros.

Icónica, así la evoca José Marín Cañas en su novela Tú, la imposible: “Allí está el Palacio de la Paz, seudocolonial, rabiosamente jalde [amarillo subido] sobre el cobalto inmenso del padre Volcán” pues la construcción se destaca, emplazada como está, donde Otoya comienza a empinarse ligeramente hacia el norte.

Para 1917, además, habilitadas ya las calles inmediatas a la Fábrica Nacional de Licores, la plaza de enfrente se convirtió en el Parque de la Concordia; lo que comunicó visualmente a la Casa Amarilla con el Paseo de los Damas (no “las Damas”).

Sin embargo, la Corte Centroamericana de Justicia no llegó a sesionar nunca allí pues, a punto de inaugurarse su sede, caducó la convención de Washington y tal Corte desapareció. Sin un acuerdo para restablecerla, el Gobierno de Costa Rica solicitó de sus pares centroamericanos la anuencia para usar el edificio.

Sin objeciones a ello, en 1920 se ubicó allí el Despacho Presidencial. Al año siguiente, se trasladaron al edificio también la Secretaría de Relaciones Exteriores y sus carteras anexas, que lo ocuparon en exclusiva a partir de 1922 sin que a la fecha haya habido que atender a ningún diplomático –que sepamos, al menos–... por alguna de sus ventanas.

*